Tres herejías necesarias

Contra el cuento de la diversidad teológica

Las instituciones religiosas aman hablar de "interpretaciones diversas" y "riqueza de tradiciones". Es su forma favorita de neutralizar el conflicto. Te dirán que cada creyente tiene su propia relación personal con lo divino, que hay muchos caminos hacia Dios, que la diversidad de experiencias enriquece la fe.

Es mentira.

No es que sea falso que las personas tengan experiencias distintas. Es que esa historia convenientemente oculta que las instituciones religiosas existen precisamente para controlar qué interpretaciones son aceptables y cuáles ameritan excomunión, hoguera o exilio. La "diversidad" que celebran es la diversidad dentro de límites cuidadosamente patrullados. Cualquier interpretación que amenace la estructura de poder que mantiene a la institución es herejía, y la herejía debe ser destruida.

Este ensayo no es sobre "tres maneras de pensar en Dios". Es sobre tres hombres que descubrieron cómo sus tradiciones religiosas habían traicionado lo sagrado para servir a intereses muy terrestres, y que pagaron el precio de decirlo en voz alta. Sus herejías no eran caprichos intelectuales. Eran respuestas necesarias a traiciones específicas. Y el hecho de que las instituciones los reprimieran tan violentamente prueba que habían tocado algo real.

El inventor: John Muir y la naturaleza como botín

La ortodoxia y sus intereses

El protestantismo americano del siglo XIX no era una doctrina abstracta flotando en el éter teológico. Era el lubricante ideológico de un proyecto muy concreto: la conquista continental. Cuando el padre de Muir golpeaba a su hijo por leer algo que no fuera la Biblia, no estaba simplemente siendo severo, estaba reproduciendo la disciplina necesaria para producir el tipo de hombre que ese proyecto requería.

El dogma era simple: Dios creó la naturaleza para el dominio del hombre. Génesis 1:28 no era metáfora: era título de propiedad. "Sojuzgad la tierra" significaba: tala los bosques, drena los pantanos, mata los lobos, arrasa las praderas, extermina a los salvajes que no entienden el uso apropiado de los recursos que Dios proveyó. La naturaleza no tenía valor en sí misma. Su valor radicaba exclusivamente en su utilidad para el proyecto humano, específicamente para el proyecto de acumulación capitalista que estaba convirtiendo un continente en mercancía.

Esta teología servía a intereses muy específicos: las compañías madereras que liquidaban bosques milenarios, los ferrocarriles que necesitaban atravesar territorio "virgen", los colonos que necesitaban creer que su violencia era mandato divino. Un Dios que puso la naturaleza ahí para que la usáramos nos absuelve de cualquier culpa por destruirla.

La traición de lo sagrado

La traición no era que esta teología fuera "incorrecta" en algún sentido abstracto. La traición era que convertía lo divino en instrumento de justificación. Tomaba el asombro, esa experiencia de confrontación con algo que excede nuestra capacidad de comprenderlo o dominarlo y lo domesticaba en doctrina útil.

El Dios del protestantismo americano había dejado de ser peligroso. Se había vuelto predecible, manejable, un gerente cósmico que aprobaba tus planes de negocios si seguías las reglas. Este Dios no te confrontaba con tu insignificancia ante la vastedad del ser. Te aseguraba que eras la corona de la creación y que todo lo demás estaba ahí para tu uso.

Lo sagrado, aquello que nos hace callar, que nos obliga a quitarnos los zapatos porque el lugar donde estamos es tierra santa, había sido reemplazado por una cosmología que nos hacía sentir cómodos y justificados.

La herejía amenazante

Cuando Muir tuvo su epifanía durante aquellas seis semanas de ceguera, lo que vio (o dejó de ver, y luego volvió a ver) fue esto: la naturaleza no necesitaba justificación humana. Las montañas no existían para ser minadas. Los árboles no existían para ser talados. Los ríos no existían para mover molinos. Existían, punto. Y esa existencia era sagrada precisamente porque no servía ningún propósito humano.

Esta no era una opinión botánica interesante. Era dinamita bajo todo el edificio ideológico de la conquista continental.

Si Muir tenía razón, si un paseo por el desierto era una experiencia religiosa más auténtica que un sermón dominical, si los manuscritos de Dios estaban escritos en las capas geológicas de Yosemite y no solo en la Biblia, entonces el monopolio clerical sobre lo sagrado se desmoronaba. Peor aún: si la naturaleza tenía valor en sí misma, independiente de su utilidad para el hombre, entonces todo el proyecto extractivo perdía su legitimación divina.

Por eso lo atacaron como "sentimental", "poco práctico", "romántico". No podían atacarlo por hereje (Estados Unidos era oficialmente secular) así que lo atacaron por inútil, que en el capitalismo americano es la forma que toma la herejía. Gifford Pinchot, el apóstol de la "conservación científica", lo despreciaba precisamente porque Muir no hablaba el lenguaje del uso eficiente de recursos. Muir insistía en que algunos lugares debían preservarse sin ninguna justificación de utilidad futura, simplemente porque su existencia era sagrada.

Esto era intolerable. Un árbol que no puede ser talado, una montaña que no puede ser minada. Estas cosas no tienen lugar en un sistema que requiere que todo sea potencialmente convertible en valor de cambio.

El costo

Muir pasó décadas peleando batallas contra intereses económicos vastamente más poderosos que él. Perdió la batalla de Hetch Hetchy: un valle que consideraba tan bello como Yosemite, inundado para hacer un reservorio para San Francisco. Esa derrota lo destrozó. Murió un año después, y hay quienes argumentan que el corazón roto por Hetch Hetchy contribuyó a su muerte.

Pero el costo más profundo era otro: Muir tuvo que vivir en un mundo que veía su experiencia más profunda, el asombro religioso ante la naturaleza, como en el mejor de los casos pintoresca y en el peor como obstáculo para el progreso. Tuvo que pelear constantemente contra gente que literalmente no podía ver lo que él veía porque habían sido entrenados desde la infancia a mirar el mundo como inventario de recursos.

Sin embargo, algo sobrevivió: creó el concepto de parque nacional, no como reserva de recursos para uso futuro sino como tierra sagrada preservada de la profanación. Esto era herejía codificada en ley.

El herético: Spinoza y el Dios que no necesita rabinos

La ortodoxia y sus intereses

La comunidad judía de Ámsterdam en el siglo XVII vivía en precario equilibrio. Eran refugiados de la Inquisición ibérica, tolerados en la república holandesa pero siempre conscientes de que esa tolerancia podía revocarse. La comunidad sobrevivía mediante cohesión férrea y obediencia a la autoridad rabínica. El estudio del Talmud, la interpretación de la Ley, el cumplimiento minucioso de los 613 mandamientos no eran solo cuestiones teológicas. Eran tecnologías de supervivencia grupal.

Los rabinos no eran solo maestros espirituales. Eran administradores de un sistema complejo de identidad, pertenencia y exclusión que mantenía a la comunidad unida bajo presión externa constante. Su autoridad derivaba de su rol como intérpretes autorizados de la palabra divina. Ellos mediaban entre Dios y el pueblo. Sin esa mediación, ¿qué quedaba? ¿Qué mantenía unida a la comunidad?

El dogma rabínico tenía varios pilares inamovibles: la Torá era la palabra literal de Dios revelada a Moisés; los milagros ocurrieron como se describen; el alma es inmortal y será recompensada o castigada en el más allá según obediencia a la Ley; Dios tiene voluntad, responde a las plegarias, interviene en la historia. Cuestionar cualquiera de estos pilares no era ejercicio intelectual—era traición a la supervivencia colectiva.

La traición de lo sagrado

La traición era doble.

Primero: habían convertido a Dios en rehén. El Dios del rabinato ortodoxo era un ser caprichoso que había que apaciguar mediante rituales precisos, como si lo divino pudiera ser manipulado con la fórmula correcta de oraciones y sacrificios. Esto no era reverencia: era magia. Y la magia requiere magos, intermediarios que conocen las fórmulas. El asombro ante lo divino había sido reemplazado por una economía transaccional: haz X, recibirás Y. Reza así, serás recompensado. Desobedece, serás castigado.

Segundo: habían convertido la razón en enemigo. Cualquier pregunta que amenazara la autoridad interpretativa de los rabinos era peligrosa. ¿Por qué Moisés describe su propia muerte en la Torá? ¿Por qué los relatos bíblicos contienen contradicciones obvias? ¿Cómo puede un Dios infinito y perfecto tener emociones como ira o celos? Estas preguntas no solo eran "inapropiadas". Eran peligrosas porque la respuesta honesta desestabilizaba todo el sistema de autoridad.

Lo sagrado, aquello que te confronta con la infinitud del ser y la necesidad de las cosas, había sido reemplazado por un sistema de recompensa/castigo que convertía lo divino en padre autoritario cósmico.

La herejía amenazante

Spinoza llegó a conclusiones que hacían imposible ese sistema.

Deus sive Natura. Dios o la Naturaleza. Una identidad, no dos cosas relacionadas. Dios no era un ser que había creado la naturaleza y luego intervenía en ella caprichosamente. Dios era la sustancia infinita, operando según necesidad racional. Todo lo que existe es una modificación de esa sustancia única. No hay milagros porque Dios no puede violar sus propias leyes (que son idénticas a las leyes de la naturaleza). No hay pecado cósmico porque "bien" y "mal" son juicios humanos relativos aplicados a una necesidad divina que simplemente es.

¿La Torá? Un documento histórico escrito por hombres, valioso por su contenido ético pero no literalmente dictado por Dios. ¿Los rituales? Útiles para mantener cohesión comunitaria pero sin significado cósmico. ¿La inmortalidad del alma individual? Una confusión conceptual, lo que sobrevive es la verdad eterna de nuestras ideas adecuadas, no la continuidad de la conciencia personal.

Y lo más peligroso: el camino hacia Dios no requería intermediarios. Era un asunto de comprensión racional. Cualquiera con suficiente capacidad intelectual y disciplina podía alcanzar el amor Dei intellectualis, la beatitud que viene de comprender la necesidad divina de todas las cosas. No necesitabas rabinos. No necesitabas rituales. No necesitabas una comunidad que validara tu acceso a lo sagrado.

Spinoza no solo negaba doctrinas particulares. Desmantelaba la infraestructura entera de autoridad religiosa.

El costo

El cherem que emitieron contra Spinoza en 1656 es extraordinario en su virulencia:

"Con el juicio de los ángeles y de los santos, excomulgamos, execramos, maldecimos y anatematizamos a Baruch de Spinoza... Maldito sea de día y maldito sea de noche; maldito sea cuando se acueste y maldito sea cuando se levante... Que nadie lo hable oralmente ni por escrito, que nadie le haga ningún favor, que nadie permanezca con él bajo el mismo techo, que nadie se acerque a menos de cuatro codos de él, que nadie lea nada escrito o compuesto por él."

No era teatro. Era terror existencial. Spinoza representaba una amenaza existencial a la comunidad: si tenía razón, toda la economía de autoridad rabínica se desmoronaba. Tenía 23 años. Nunca se retractó. Nunca buscó reconciliación.

Pasó el resto de su vida puliendo lentes, oficio apropiado para alguien dedicado a la claridad de visión, pero también trabajo que le dañó los pulmones con polvo de vidrio y probablemente contribuyó a su muerte prematura a los 44. Rechazó una cátedra en Heidelberg porque venía con condiciones sobre lo que podía enseñar. Vivió solo, con pocos amigos, escribiendo obras que sabía que apenas serían leídas en su vida.

La Ética fue publicada póstumamente. La Iglesia Católica la puso en el Index. Los protestantes lo denunciaron como ateo. Los judíos mantuvieron el cherem hasta bien entrado el siglo XX. Durante generaciones, "spinozista" era sinónimo de "ateo peligroso".

Pero la herejía sobrevivió. Y la razón por la que sobrevivió es que Spinoza había tocado algo real: la posibilidad de un acceso directo a lo divino mediante la razón, sin necesidad de intermediarios institucionales. Esto era dinamita bajo todas las religiones reveladas.

El paleontólogo: Teilhard y el Cristo cósmico

La ortodoxia y sus intereses

La Iglesia Católica del siglo XX había construido su autoridad sobre una cosmología medieval: un universo inmutable creado ex nihilo hace pocos miles de años, con el hombre como corona de la creación, el pecado original como mancha cósmica, y Cristo como único medio de redención. Esta cosmología no era accidental, justificaba toda la estructura sacramental de la Iglesia.

Cada sacramento era un punto de control: nacimiento (bautismo), madurez (comunión), reproducción (matrimonio), transgresión (confesión), enfermedad (unción), muerte (extremaunción). La Iglesia mediaba cada transición importante de la vida. Y esa mediación derivaba de una cosmología específica: el mundo estaba caído, manchado por el pecado, y solo la gracia sacramental dispensada por sacerdotes ordenados podía ofrecer salvación.

Darwin era más que un inconveniente científico. Era una amenaza teológica. Si el hombre había evolucionado de formas anteriores mediante procesos naturales, entonces no había Edén, no había caída, no había pecado original que requiriera redención. Si el universo se autocreaba mediante leyes naturales, ¿qué papel jugaba Dios? Y si Dios no jugaba un papel especial, ¿qué justificaba el monopolio sacramental de la Iglesia?

La respuesta oficial era simple: la evolución, si acaso era cierta, era solo sobre cuerpos. El alma humana era una inserción divina especial, creada directamente por Dios. Había que mantener esa línea clara: materia aquí, espíritu allá. Ciencia para la materia, Iglesia para el espíritu. Y nunca permitir que se confundieran.

La traición de lo sagrado

La traición era el dualismo radical. Al insistir en que espíritu y materia eran realidades separadas, con el espíritu inmensamente superior, la Iglesia había traicionado la doctrina de la encarnación que supuestamente estaba en su centro.

Si Cristo se encarnó, si Dios se hizo carne, entonces la materia no puede ser meramente inferior o caída. La encarnación debería significar que lo divino puede expresarse plenamente en lo material. Pero la Iglesia había convertido la encarnación en un evento único, una excepción que confirmaba la regla de que espíritu y materia normalmente no se mezclan.

El resultado era una espiritualidad de escapismo: huir del mundo material hacia la contemplación espiritual, ver el cuerpo como cárcel del alma, esperar la muerte como liberación. El mundo natural era en el mejor de los casos irrelevante para la salvación y en el peor un obstáculo. La santidad requería apartarse del mundo, no sumergirse en él.

Lo sagrado, la experiencia del misterio divino presente en todas las cosas, había sido reemplazado por una jerarquía rígida: cielo arriba (espíritu, bueno), tierra abajo (materia, sospechosa), infierno más abajo (materia corrompida totalmente).

La herejía amenazante

Teilhard excavaba fósiles en el desierto de Gobi y veía algo que la ortodoxia no podía tolerar: la evolución no era un proceso ciego y sin sentido que Dios ocasionalmente interrumpía para insertar almas. La evolución era el método de Dios. La creación no había terminado en siete días: estaba en proceso, desarrollándose desde hace miles de millones de años.

Y veía un patrón: de la materia simple surgía complejidad, de la complejidad surgía vida, de la vida surgía conciencia, de la conciencia surgía reflexión. El universo tenía una dirección, no porque hubiera un plan impuesto desde fuera, sino porque la complejidad creciente era una propiedad emergente de la materia misma.

Más herejía: la materia nunca había sido meramente material. Incluso el átomo tenía un "dentro" además de un "afuera", una interioridad rudimentaria que se volvía más compleja conforme la organización material aumentaba. La conciencia no era algo agregado mágicamente a ciertos animales privilegiados, era una propiedad del universo mismo, presente desde el principio en forma incipiente.

Cristo no era solo una figura histórica que vivió hace 2000 años. Cristo era el Punto Omega, el atractor cósmico hacia el cual toda la evolución convergía. La encarnación no era un evento único sino el proceso entero del universo volviéndose consciente de sí mismo. La eucaristía no era solo pan transformado en carne en el altar: era símbolo de la transubstanciación cósmica en la que todo el universo material estaba siendo divinizado.

Esto destruía la cosmología que justificaba la autoridad eclesial. Si el proceso evolutivo mismo era divino, si la investigación científica era una forma de participar en el autoconocimiento de Dios, si la santidad no requería apartarse del mundo sino sumergirse más profundamente en él, entonces ¿para qué necesitabas una jerarquía eclesial que mediara entre tú y lo sagrado?

Teilhard permanecía dentro de la Iglesia, usaba su lenguaje, se llamaba a sí mismo jesuita fiel. Pero su Cristo cósmico era incompatible con el Cristo institucional de Roma. Un Cristo que se identifica con el proceso evolutivo entero no necesita vicarios en la tierra.

El costo

Roma actuó con la precisión burocrática que caracteriza su represión. No quemaron a Teilhard, lo exiliaron intelectualmente con más efectividad.

Prohibieron que enseñara teología. Prohibieron que publicara sus obras teológicas. Prohibieron que aceptara cátedras en Europa. Lo mantuvieron en China, lejos de los centros intelectuales donde podría influir. Cuando murió en Nueva York en 1955, era prácticamente desconocido fuera de pequeños círculos de amigos que leían copias clandestinas de sus manuscritos.

Pero el costo más profundo era la soledad intelectual. Teilhard veía conexiones entre geología, biología, teología, cosmología, una visión sintética que nadie más compartía. Los científicos lo rechazaban como pseudocientífico (su teleología evolutiva era inaceptable para el darwinismo ortodoxo). Los teólogos lo veían con sospecha o horror. No tenía comunidad interpretativa. Escribía y escribía, sabiendo que la mayoría de sus obras no se publicarían hasta después de su muerte.

Murió un Domingo de Resurrección. La ironía era apropiada: su Cristo resucitado era el universo entero despertando a sí mismo, no un cadáver reanimado hace dos milenios.

Después de su muerte, sus obras explotaron en la conciencia del siglo XX. El Concilio Vaticano II, aunque nunca lo citó directamente, respiraba algo de su espíritu de apertura al mundo moderno. Pero la ortodoxia nunca lo ha aceptado plenamente. Sigue siendo sospechoso, peligroso, demasiado dispuesto a disolver las barreras entre sagrado y profano que mantienen funcional la autoridad eclesial.

¿Qué herejías necesitamos ahora?

Tres hombres, tres ortodoxias, tres traiciones, tres herejías. Los patrones son instructivos.

Primero: las ortodoxias religiosas no traicionan lo sagrado por malicia sino por necesidad institucional. Para sobrevivir, las instituciones necesitan límites claros, autoridad legible, doctrina enforceable. Lo sagrado, el asombro que nos deja sin habla, la experiencia que no cabe en nuestras categorías, es por definición desestabilizante. Debe ser domesticado, canalizado, convertido en doctrina manejable.

Segundo: las herejías que importan no son meras diferencias de opinión. Son respuestas a traiciones específicas, y puedes identificar las traiciones importantes mirando qué herejías provocan represión más violenta. Muir amenazaba la justificación teológica de la economía extractiva. Spinoza amenazaba el monopolio rabínico sobre el acceso a lo divino. Teilhard amenazaba la cosmología que justificaba la mediación sacramental. Por eso los reprimieron.

Tercero: el costo que pagaron no era accidental. Era prueba de que habían tocado algo real. Las instituciones no desperdician energía reprimiendo ideas irrelevantes. Reprimen lo que amenaza su supervivencia.

¿Qué ortodoxias dominan ahora? ¿Qué intereses sirven? ¿Qué traicionan de lo sagrado?

Considera el McBudismo que he analizado en otro ensayo: la apropiación corporativa de prácticas budistas, convertidas en herramientas de "productividad" y "gestión del estrés". La ortodoxia dominante es el capitalismo terapéutico, que convierte toda práctica espiritual en tecnología del yo al servicio de la producción. Los intereses servidos son obvios: trabajadores más calmados, más productivos, menos propensos a cuestionar las estructuras que causan su estrés.

La traición es completa: prácticas diseñadas para confrontarte con la vacuidad del yo (anattā), la impermanencia de todas las cosas (anicca), el sufrimiento inherente a la existencia condicionada (dukkha), prácticas que deberían desestabilizar tu identificación con el rol de trabajador-consumidor han sido convertidas en herramientas para hacerte un mejor trabajador-consumidor.

¿Qué herejía necesitamos contra esto? Una que insista en que ciertas prácticas no pueden ser apropiadas sin destruir lo que las hace valiosas. Una que rechace la idea de que todo, incluso el camino hacia la liberación del sufrimiento, puede y debe ser convertido en mercancía. Una que diga: aquí trazamos una línea. Esto no está en venta.

O considera el ambientalismo corporativo: la apropiación del lenguaje de Muir por compañías que venden "experiencias naturales" mientras continúan la extracción que él pasó su vida combatiendo. La ortodoxia dominante es el capitalismo verde, que insiste en que podemos salvar la naturaleza mediante mecanismos de mercado, créditos de carbono, turismo ecológico. Los intereses servidos: las mismas corporaciones extractivas, ahora con un lavado verde.

La traición: han convertido la herejía de Muir, que la naturaleza tiene valor en sí misma, independiente de su utilidad humana, en su opuesto. Ahora el valor de la naturaleza se calcula precisamente en términos de utilidad: cuánto carbono secuestra, cuánto turismo genera, cuánto vale como "servicio ecosistémico". La naturaleza sigue siendo inventario, solo que ahora con contabilidad más sofisticada.

¿Qué herejía necesitamos? Una que rechace calcular el valor de lo que no tiene precio. Una que diga: algunos lugares, algunas prácticas, algunos seres, simplemente no deben ser convertidos en unidades intercambiables. Ni siquiera con buenas intenciones ecológicas.

O considera la espiritualidad del bienestar: meditación a través de apps, retiros de yoga, cristales, astrología corporativa. La ortodoxia dominante es la individualización de todo problema estructural. ¿Deprimido porque tu trabajo es alienante? Medita. ¿Ansioso por la precariedad económica? Haz yoga. ¿Furioso por la injusticia sistémica? Trabaja en tu vibración energética.

Los intereses servidos: un sistema que genera sufrimiento masivo pero que convence a la gente de que el problema es interno, no estructural. Que necesitas arreglarte a ti mismo, no cambiar el sistema.

La traición: han convertido prácticas que surgieron de tradiciones con análisis sofisticados del sufrimiento social en herramientas de ajuste individual. El Buda no te diría que medites para sentirte mejor con tu explotación. Te diría que la explotación es una forma de dukkha y que requiere liberación colectiva, no solo gestión individual del estrés.

¿Qué herejía necesitamos? Una que insista en que ciertos problemas no son resolubles mediante trabajo interior. Que el sufrimiento tiene causas estructurales que requieren respuestas estructurales. Que venderte más mindfulness cuando el problema es la estructura económica que causa tu estrés es como venderte aspirinas mientras alguien te golpea la cabeza con un martillo.

Las herejías que necesitamos comparten algo con las de Muir, Spinoza y Teilhard: todas deben enfrentar el hecho de que lo sagrado ha sido convertido en instrumento. En herramienta. En producto.

La ortodoxia dominante de nuestra época no es una religión particular. Es el capitalismo terapéutico que absorbe toda práctica espiritual, toda crítica, toda resistencia, y las convierte en mercancías que no solo no amenazan el sistema sino que lo fortalecen al darle una cara humana.

La herejía necesaria es la que dice: no. Algunas cosas no están en venta. Algunas experiencias no pueden ser apropiadas sin ser destruidas. Algunas prácticas pierden su valor precisamente cuando se vuelven útiles para el sistema que deberían estar cuestionando.

Muir, Spinoza y Teilhard pagaron costos reales por sus herejías. No fueron mártires, ninguno buscaba el martirio. Simplemente se negaron a pretender que no veían lo que veían. Se negaron a participar en la traición.

¿Cuántos de nosotros estamos dispuestos a pagar ese precio? ¿Cuántos preferimos la comodidad de la ortodoxia, incluso cuando sabemos que está traicionando lo que supuestamente protege?

Esa es la pregunta que estas tres vidas nos plantean. No "qué opinas de sus ideas sobre Dios". Sino: ¿qué traiciones ves a tu alrededor que todos fingen no ver? ¿Y qué te costaría decirlo en voz alta?